15/01/2021

Recientemente me ha dado por pensar en el vacío. En la sensación de que ya no estés. No sé, me parece curioso cómo la existencia de una persona puede desvanecerse tan rápidamente y a la vez, seguir ahí. Como un espectro ahuyentando mi estabilidad.

A veces me he puesto a pensar en lo rápido que se han muerto ciertas cosas. El cogerse de la mano, el guiarse en el camino. El compartir cama, techo y plato y que aún así pareciera que no se pasa frío, hambre ni sed. Sentirse completo mientras cada vez te queda menos. Añorar la sensación de desgaste que la convivencia trae y al mismo tiempo rechazarlo cuando una situación parecida se presenta.

Me sorprende darme cuenta de las cicatrices. Las heridas aún abiertas. Las balas que todavía no he podido sacar y los disparos que aún te quedan por lanzarme. Y la estoicidad con la que me enfrenté a ciertas cosas. Y la cobardía que me obligó a permanecer. El miedo que me forzó a no marcharme, cuando todo a mi alrededor se derrumbaba y parecía que solo a mí me importaba.

Lo supe casi desde el principio. Esta sensación de que no es eterno, el vértigo de lo efímero deslizándose entre los dedos. La señal inequívoca de que tarde o temprano todo sería una pérdida de tiempo. Cómo puede algo ser tan delicado y tan amargo y tan dulce al mismo tiempo. En momentos de debilidad suelo pensar que no es que añore lo que pasó, lo que añoro es la labor del tiempo sobre un recuerdo de algo que me parece mejor de lo que realmente era. Porque cuando me doy cuenta de la realidad tal cual, me da por venir aquí, a las tres de la mañana, deslizarme entre los recovecos de mi ser y sentirme miserable durante un rato.

A veces me gustaría que tú también te sintieras así, pero en el fondo no merece ni la pena. Porque al final, sacar lo bueno de las cosas, encontrarle brillo a la vida, saber que pese al tiempo al final sigo siendo yo la que me sostiene, da cierto nivel de paz. Paz que en cierta medida, es única. Y puede, solo puede, que todo este viaje haya merecido la pena. Que la angustia del final, la ansiedad de esperar, el llanto a las cuatro de la mañana, el silencio al otro lado del teléfono, el frío en la cama, el hambre pese a haber comido, la sed y la tristeza, hayan valido para algo. Para que ahora, a las tres de la mañana, pueda ser capaz de recordar ciertas cosas y sentir que pese a todo, sigo siendo yo. Y es suficiente. 

Soy suficiente.

No suelo pensar en mis heridas. Ni en las cicatrices. Pero hoy las he vuelto a ver. Y he hecho recuento. La de la cadera. Otra en la mejilla izquierda, la del vientre y la del pecho. Todas ellas terminarán sanando del todo en algún momento, la que quedará siempre grabada a fuego es la de la espalda. Todavía quema. Todavía pincha. Como un alfiler que se retuerce mientras se clava cada vez más dentro, más profundo, emponzoñándose sólo cuando me descuido. Y qué fácil es descuidarse a veces.

Pero no sé, al final puede que todo se resuma en saber cómo lidiar con ciertas cosas. En encontrar tranquilidad en la rutina de lo mundano. En la sencillez del día a día. Tomarse un café. Beberse los nunca más y recordar que alguna vez alguien nos comprendió sin que tuviéramos que decir nada. Y que eso sea suficiente. Que recordar ciertas cosas mejor de lo que eran forma parte de la magia de lo que es vivir y que, al fin y al cabo, seguirán formando parte de nosotros.

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